"... Muy cerca, un motor se puso en marcha. Lisey abrió los
ojos y estuvo a punto de proferir un grito. Luego se relajó poco a poco. Solo
era Herb Galloway, o quizá el hijo de los Luttrell, al que Herb contrataba a
veces, segando la hierba en el jardín vecino. No tenía nada que ver con aquella
noche gélida de enero de 1996, cuendo encontró a Scott en el dormitorio de
invitados, presente físicamente, respirando, pero ausente en todos los demás
sentidos relevantes.
Aun cuando pudiera hacerlo, no puedo hacerlo así; hay
demasiado ruido, pensó.
El mundo está demasiado apegado a nosotros, pensó.
¿Quién escribió eso?, pensó. Y como tantas otras veces, aquel
pensamiento fue seguido de su dolorosa coletilla: Scott lo sabría.
Sí, Scott lo sabría. Lo recordó en todas aquellas habitaciones de
motel, encorvado sobre la máquina de escribir portátil (¡SCOTT Y LISEY, LOS
PRIMEROS AÑOS!) y más tarde, con el rostro iluminado por el fulgor del
ordenador portátil. A veces con un cigarrillo consumiéndose en un cenicero
junto a él, a veces con una copa, siempre con el rizo olvidado sobre la frente.
Lo recordó tendido sobre ella en aquella misma cama, persiguiéndola a toda
pastilla por aquella espantosa casa de Bremen (¡SCOTT Y LISEY EN ALEMANIA!),
ambos desnudos y muertos de risa, cachondos, pero no realmente felices,
mientras los camiones y los coches rugían alrededor de la rotonda al final de
la calle. Recordó los brazos de Scott alrededor de su cuerpo, todas las veces
que la había abrazado, y su olor, y la aspereza de su mejilla contra la de
ella, y se dijo que vendería su alma, sí, su puñetera alma inmortal, por
escuchar una vez más el portazo de Scott y su voz diciendo: “¡Hola, Lisey, ya
estoy en casa! ¿Todo sigue igual?”.
Calla y cierra los ojos.
Era la voz de Lisey, pero al mismo tiempo casi la de Scott, una
excelente imitación, de modo que Lisey cerró los ojos y sintió las primeras lágrimas
cálidas, casi reconfortantes, por entre la pantalla de las pestañas. Había
descubierto que muchas cosas acerca de la muerte no te las contaban, y una de
las importantes era el tiempo que tus seres queridos tardaban en morir en tu
corazón. Es un secreto, pensó Lisey, y así debe ser, porque ¿quién querría
acercarse a otra persona sabiendo lo difícil que resultaría prescindir de ella?
En tu corazón, los seres queridos mueren muy despacio, ¿verdad? Como una planta
cuando te vas de viaje y olvidas pedirle al vecino que pase de vez en cuando
con la regadera, y es tan triste…
No quería pensar en la tristeza ni en su pecho herido, donde el
dolor empezaba a reaparecer. En lugar de ello desvió los pensamientos hacia Boo’ya
Moon. Recordaba lo sobrecogedor y al mismo tiempo maravilloso que había sido
pasar de la gélida noche de Maine a aquel paraíso tropical en un abrir y cerrar
de ojos. La textura algo melancólica del aire, la fragancia sedosa del frangipán
y la buganvilla. Recordaba la espectacular luz del sol poniente y la luna
naciente, así como el tañido lejano de aquella campana. La misma campana…”
La Historia de Lisey.
Gritaré para que vuelvas.
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